Tenía
que llamarme Ignacio y tener 17 años. Tenía que afeitarme muy bien
y estar completamente depilado. Bien peinado y sin pitillo, por
favor, me decía por teléfono, porque en este barrio la gente habla
mucho, vigila bastante. Entonces me subí al Metro y no dejé de
pensar por los 40 minutos de viaje lo fascinante que seria todo. Me
comía las uñas ya de camino a su casa. Fueron varias cuadras porque
esas casas no necesitan un Metro cerca. Intentaba memorizar todo lo
que me había escrito al mail. Cada indicación, según él, debe ser
ejecutada perfectamente, como si fueses realmente Ignacio y temieras
mi reacción por lo que habías hecho en el colegio. El portón era
inmenso y por suerte me estaba esperando ahí mismo. Siempre tengo la
inseguridad que no vayan a estar donde dijeron o que todo fuera una
mentira más dentro de esta otra mentira. Pero estaba. Era enorme,
rubio y con pocas arrugas en la cara. Yo creo que tenía más de 40,
pero tipos como él hasta los 60 siguen siendo bellos.
-Pasa.
Ve directo al baño. Es la única puerta abierta –me decía,
mirándome de pies a cabeza, con los ojos muy abiertos-. Hay una
bolsa blanca con ropa. Póntela y me esperas ahí mismo. Yo voy
luego.
La
ropa no era nueva. Se nota cuando una camisa está usada. El pantalón
hasta tenia manchas en las rodillas y la corbata en su revés llevaba
escrito con lápiz pasta azul Ignacio. La chaqueta tenía una
insignia de algún colegio del sector. Me miré muchas veces al
gigantesco espejo del baño para asegurarme que parecía lo que él
había pedido. Por suerte, el uniforme era de mi talla. Me gustaba
demasiado volverme a ver así. Estaba muy entusiasmado con lo que
debía hacer esa tarde. Y llegó. Cuando me vio no dijo nada. Sólo
se le abrieron aun más los ojos y me tomó de la mano. Me agarró
muy fuerte de la mano. Yo sentía que los dedos se me iban a quebrar
y le dije que me dolía. Sólo sonrió y atenuó la fuerza, pero no
me soltó hasta subir la escalera, completamente alfombrada, hacia un
tercer piso.
Yo
le pedía perdón. Tuve que abrazarlo para pedírselo porque en el
fondo sabia que fue un error mio. Sonaba una música clásica. Eran
pianos violentos que me retumbaban en la cabeza mientras él sólo me
gritaba que debía castigarme. Porque es una vergüenza que me llame
la directora para contarme esa barbaridad que nosotros jamás te
hemos enseñado en esta casa decente donde sólo queremos lo mejor
para ti para nosotros y que mantengas orgullosa a toda tu familia. No
respiraba cuando me lo gritaba. De su boca la saliva caía
directamente a mi cara. Sus ojos estaban más abiertos que antes y el
azul de su iris se veía hermoso rodeado de venitas rojas. Si tu
madre se entera quizás hasta se enferme porque sabes que es muy
frágil pero pareciera que eso a ti no te importa no te preocupa tu
madre qué dirán los vecinos no te interesa la pena la rabia que yo
pueda sentir recibiendo llamados de la directora contándomelo como
si fuese una diversión para ti que más encima no eres capaz de
darnos buenas calificaciones. Y de pronto me lanzó con sus grandes
manos blancas a la cama. De pie con sus manos en la cintura me exigió
que le mostrara lo que había hecho en la sala de clases. Me lo
exigió más calmado y ya con el azul de sus ojos reluciente. Yo me
desabotoné el pantalón y metí una mano. Tenía nervios de que se
enfureciera aún más y no sabia si mostrarle realmente todo lo que
había hecho. Quizás la directora no le contó detalles. Por debajo
del calzoncillo comencé a tocarme suave y lento. Sólo de esa forma.
Me daba pudor mostrarle cómo lo había hecho realmente en la sala de
clases. Pero sus ojos, su rabia al hablarme y la fuerza de sus manos
cuando ya me tomaba de los hombros y me exigía esta vez hacerlo tal
cual como en el colegio. No quise. Preferí quedarme quieto. Tenia un
miedo o pudor o nervios tan grande que no pude más que dejar que me
siguiera tomando de los hombros y me gritara entre saliva todo lo
enojado que aun estaba. Entonces no me mostrarás nada mocoso de
mierda porfiado no me mostrarás todo lo que vieron tus compañeros
ponte de pie ponte de pie y deja de temblar que no soy un monstruo.
Yo ya creía que lo era y preferí bajar la mirada, de pie apenas
frente suyo, tratando de calmar mi respiración. La corbata me
apretaba mucho el cuello y el uniforme entero me parecía muy
caluroso, como nunca antes. Su presencia era un sol sobre mi cabeza y
el cuarto entero parecía un horno. Quizás su rabia había subido la
temperatura del lugar. Y de pronto me lo pidió. Me tomó del mentón
y dirigió mi mirada a la suya. Sus ojos quemaban mientras me pedía
que me bajara el pantalón.
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