martes, 29 de abril de 2014

agustin y lucas


No sé nada sobre él. Su enorme cuerpo blanco lo conozco entero. La medida de sus 20 dedos me los aprendí de memoria. El tiempo que lleva pagándome apenas ha podido servirme para memorizar sus centímetros, desde el diámetro de sus bíceps hasta los milímetros que separan sus arrugas en la frente. Pero no sé si realmente se llama Agustín, nunca he querido preguntarle en qué parte del barrio alto vive ni si es casado o soltero; nunca me ha dicho si sólo le gustan los chicos. Sobre su gusto sólo creo saber que prefiere que se lo meta fuerte desde el primer instante hasta que ya no aguante más.  Porque dice que le duele mucho, pero lo aguanta y así le gusta siempre que me llama. El jugo de frambuesas y arándanos son sus preferidos, con 2 hielos y siempre se toma 3 vasos antes de recostarse junto a mí. Me dice que le excita mucho cuando le muerdo los bíceps. Lo noto cuando gime: es aún más grave el sonido que le resuena en la garganta, casi gritando y me mira mientras clavo mis dientes en la dureza tibia del brazo, siempre tan tenso y atravesado por venas gruesas.  Cuando se monta sobre mí pareciera que una bestia agitada quisiera asfixiarme. Su peso me vuelve adicto y la tensión con la que me abraza parece estar siempre al límite de la estrangulación . Lo quisiera como una visita diaria, pero debe tener sus asuntos, quizás una familia o tal vez otro chico que sí sea su enamorado. Me gusta creer que conmigo lo pasa mejor que con él. Pero ni si quiera sé si ya tiene algún romance. Si fuera por los centímetros suyos que memorizo, no sabría nada, absolutamente nada de él.

Hoy soñé con su enorme culo. Soñé que me metía entero y por dentro podía medirle los diámetros de su concavidad. Agustín disfrutaría mucho tenerme completamente adentro suyo. Siempre me dice que lo meta más fuerte, como si fuera a partirlo y desarmarnos para quedarme pegado a sus vísceras. Me lo dice y yo no quiero parar. Hoy también no quiero detenerme encima de él, pero los miércoles no son días que me llame, Lucas ya está agendado y no podría fallarle; ha sido muy amable conmigo este último tiempo.
 Lucas ya casi ni me toca, sólo quiere escucharme. La cantidad que paga es suficiente como para hablarle de lo que pida por 2 horas. Pero sé que mientras le relate cosas a Lucas, Agustín estará al revés de mi frente, pegado, adherido con su cara de alemán cansado. Sin embargo, Lucas me entretiene. Seguramente llegará cansado porque su familia lo tiene estresado con la idea de unas lindas vacaciones. Me dijo que quieren salir de país para viajar por varios otros. No se queja de plata, sino de tantos días que tendrá que soportar los caprichos de su esposa y las mañas de sus 6 hijos. Le incomoda que vaya la nana con ellos, pero al menos, me ha dicho, que no será tan pesado, aún más pesado, cargar con toda esa responsabilidad de jefe de hogar fuera del país. 
Lucas es más relajado, a pesar de su condición “heterocomediante”, como se dice, no tiene problemas con hablarme de su vida matrimonial y los momentos paternales justo ahora que 3 de sus hijas son ya adolescentes. Es un exigente. Con su mujer lo es y sobre todo con las niñas. A veces le pregunto si su esposa sigue dispuesta a tener más hijos. Son jóvenes y parecen tener un mega proyecto familiar que, a su gran pesar, pretende aumentar cuantitativamente la familia.


Me acaba de enviar un mensaje. En 5 minutos estaciona el auto y sube. Una música ni tan reactivante ni muy somnolienta pide siempre para poder conversar. El pelo me lo debo echar hacia atrás; dice que le gusta verme cada expresión del rostro cuando le converso. Una vez me dijo que mis cejas eran cercos que no le permitían desviar su mirada de mis ojos. A mi me pone nervioso a veces. Aun después de tanto tiempo, que insista con mis ojos me pone un poco tenso.
El timbre es tan molesto y lo toca 3 veces, como si existiera una clave tacita entre los dos. Me miro un minuto antes al esspejo. Ni una sola chasquilla sobre la frente y la sonrisa muy fresca. Le abro la puerta y me entrega una caja parecida a caja de zapatos. Seguramente pensó en este verano y la nueva vestimenta con la que querrá pasearme luego por alguna playa, como me ha dicho. Son unas sandalias que me trajo de Quito. Rasgo aun más mi sonrisa fresca y le invito un té. Se sienta siempre al mismo costado derecho del sillón, observando una microbiblioteca que tengo a una esquina del departamento.
-Debí traerte libros. O al menos un libro y el par de sandalias; tu librerito sigue igual, con los mismos ejemplares de hace un mes.
-Leo en el computador. Me basta el PDF. Pero sandalias y libros son buenos regalos.


Me mira las manos que no las dejo de entrelazar dedo con dedo. Nunca sé cuándo quiere comenzar la conversación pactada o si ya la hemos iniciado al momento de abrirle la puerta. No estoy seguro si quiere hablar de libros y sandalias, de los regalos posibles para mí y su insistente presunción de poder regalarme lo que sea. Pero revuelve por tercera vez su taza de té y me siento a su lado. Le agradezco con un beso en la mejilla por el regalo y me pie disculpas.
-Yo creo que debe incomodarte que siempre te hable de ella.
-Claramente no soy tu psicólogo ni quiero serlo, pero dime; jamás me han aburrido las historias familiares. Hasta me hacen reír.

Se bebe el ultimo sorbo de té de una vez. Deja la tacita en la mesa improvisada de centro y pone su mano en mi rodilla izquierda. Me acaricia la rodilla. "Me gustan tus pequeñas rodillas, Camilito”. Es lo único que dice sonriendo. Esta vez tiene la mirada menos dirigida y algo más acuosa. Le brillan mucho y la nariz se le parece irritar. Prefiero pasarle un pañuelo desechable “Porque quizás la alergia de verano te tiene congestionado”. Sin embargo, y sacando su billetera del maletín me muestra una foto rota.
-Me pilló. Me pilló pero creyó hasta el final que era por otra mujer. Yo no le quise decir que no era otra mujer. Pero pensé que la vería mucho más destrozada si le contaba lo nuestro. Vio mi mail. Leyó nuestros mensajes y, como hemos cuidado la pronunciación de tu genero en cada mensaje, no sospechó si quiera que me gustaba un chico de la misma edad de Bastiancito, con más cara de bueno y más cariñoso. La pobre lloraba desconsoladamente ¿Tú sabes cómo llora una mujer desconsolada? Quizás con tu mamá lo has comprobado, porque Emilia llora igual que mi madre cuando mi padre amenazaba con irse de casa. ¿Te imaginas qué sentí cuando me dijo que le avergonzaba que yo fuera el padre de nuestros hijos? ¿te imaginas que podría sentir un padre?
-Mi padre obligaría a mi mamá a perdonarlo porque debe estar seguro que sin él todo se va a la mierda. Mi madre lo ha dicho y yo les creo. Son unos hiperdependientes.
-No.
-¿No qué?
-Ni obligarla a perdonarme ni llanto de mi parte ni si quiera una sola suplica de silencio para explicarle mejor las cosas. En un momento me dijo que me fuera de casa, pero luego se arrepintió. ¿Sabes lo que se me vino a la mente durante esos minutos antes de que se arrepintiera de echarme? Quizás qué vas a pensar de mí, Camilito, pero es la verdad y sabes que contigo me gusta la verdad.
-Cuéntame nomás.

Sacó una cajetilla de cigarros del bolsillo del pantalón y encendió torpemente, un poco tembloroso, hasta que pegó una profunda bocanada. No quiso mantener su mirada en la mía y la clavó en sus lustrosos zapatos de charol en punta.
-Quise correr de esa casa. Quise aferrarme a las llaves de mi auto y partir donde sea. Alejarme de esa casa, de sus llantos, del quejido próximo de los niños al darse cuenta. Quise venir donde ti y contarte todo esto, pero además y, por sobre todo, tratar de que me entiendas, quizás sólo desahogarme, con esta enorme necesidad de huir de casa, sin hijos, sin esposa, sin vacaciones de verano, sin nada más que la mierda que me da vueltas en el cerebro y, por supuesto, poder verte más seguido, sin tanto cuidado. Pero lejos, muy lejos de la ciudad, de hecho. ¿Irías conmigo?


Debía ya ir en busca de más té, pero antes de levantarme le dije que lo debía pensar. No quise pensar nada en el trayecto y sólo le serví su té para decirle que en un rato más hay una linda obra de teatro cerca del departamento. Le conté un poco de qué se trataría y sonrió al final de mi propuesta. Sacó su billetera nuevamente, pero esta vez sin fotos de por medio, sino, más bien, la cantidad acordada por este momento. Volvió a sonreír y me dijo que lo lindo que me veía hoy. Comenzamos a conversar de nuestros gustos por el teatro y sobre una obra que no costaba más de mil pesos ir a ver.
-Eres el único que me distrae de tanta mierda familiar. Ya te tengo tanto cariño.

Guardé los billetes, estirados como me gusta, entre un libro que ya no leo desde el colegio.
-La obra dura un poco más de hora y media y acá ya llevamos varios minutos, así que ya sabes…

Sonrió nuevamente, me acarició el pelo y volvió a abrir su billetera. Nos pusimos de pie para salir de una vez por todas y mi celular no tenía ni una sola llamada perdida de Agustín. A Agustín le gusta poco el teatro, pero tenerlo ahí tan próximo sin mucha luz y nada más que los actores dialogando, me hubiese parecido una escena más en medio de las otras, pero mucho más erótica y menos distanciada de los espectadores. Lucas sólo me entretiene con sus dramas caseros y lo extraño que le parecen las cosas que lo invito a ver. Ya mañana, quizás, Agustín quiera llamarme para morderle una y varias veces más su bíceps que tengo perfectamente medidos y memorizados. Lucas enciende el auto y me besa la frente. “Olvidémonos del güeveo familiar; ese otro teatro que dices debe ser mucho más divertido y menos complicado”. Tiene aún la vista cristalina y la nariz algo irritada. Respira profundo constantemente. Debe ser que lo avergüenza pagarme por, prácticamente, verlo llorar en cada cita.


40 golpes en el ano


19 de Septiembre, 
Santiago de Chile. 2013 






15:35 hrs:
Sargento habla muy rápido y a veces no alcanzo a entender sus órdenes. Tiene las piernas tan gruesas que sólo me importa mirárselas. Mientras él prepara la habitación, desenreda las cuerdas, elige la música –siempre los mismos pianos furiosos- y pone la colchoneta justo bajo el sol que entra por la ventanilla, yo me imagino atrapado entre sus muslos sin poder respirar. No me deja levantar la mirada. Sus botas negras están sucias. Son parecidas a las que se exhiben en la tele ahora. Sargento dice que odia las fiestas patrias y, más aún, la Parada Militar. Le gusta, sin embargo, dejar puesto algún canal con ese uniformado espectáculo en mute mientras me amarra de boca al suelo con las manos cruzadas a mi espalda, fuerte, tensas, ásperas cortándome la circulación de la sangre. Los pies no me los amarra esta vez. Dice que me llevará al cerro. “Quiero que te canses caminando esta tarde”. Sólo me deja puesto el calzoncillo. “Antes de salir quiero que me muerdas las botas”. Sargento sabe que yo le obedezco sin dudar. Sabe que me gusta morder lo que él me ordene. Sus botas huelen a tierra seca y pasto. Están calientes. Cuando le hundo mis dientes el olor a cuero parece expandirse por toda la habitación y Sargento me agarra del pelo para subirme la cara a sus rodillas. Sus rodillas. Yo me quedaría toda la vida mirando sus rodillas. La musculatura que se le divide a partir de las rodillas y se expande en sus muslos tan duros, tan amplios, con la cantidad perfecta de vellos para acariciar mi cara con esa suavidad madura, fibrosa. Tiene puesto el mismo calzoncillo de anoche y su bulto aun duerme. No me permite mirar más arriba de su ombligo. Con la mano, tirando de mi pelo, me ubica la cara entre sus dos piernas, a la altura de sus rodillas, presionándome como un cascanueces. Quizás no use toda su fuerza para presionarme la cabeza. Yo creo que todo lo que me hace es a medias. Si usara toda su fuerza, yo estaría asfixiado, reventado, dislocado. A veces pienso que una bella forma de morir seria bajo la fuerza desmedida de Sargento.


Tengo la cara caliente. No siento mis manos. Sargento me lanza a la colchoneta, me escupe desde su altura que aún no puedo mirar. El plástico de la colchoneta es una goma hirviendo. El sol me termina por calentar la espalda completa. La viscosidad de su saliva es deliciosa cuando cae de esa altura. Se me queda justo en la nuca, un tanto deslizada hacia la parte derecha de mi cuello, tibia. Yo sigo de boca al suelo y sólo veo sus botas avanzar al televisor. Cambia los canales. Creo que hace un zapping veloz, pero siempre es el mismo desfile militar. “Así mismo quiero verte caminar por el cerro, Camilito”.





19:00 hrs:
Me mantuvo amarrado a un árbol. Él quería verme abrazado al tronco, inmovilizado, justo bajo los últimos rayos del sol. Siempre el sol. Yo le quise preguntar por qué el sol, pero se enoja cuando le cuestiono sus métodos de tortura. Sargento vestido sólo con sus botas y un pantalón corto negro, tomó la rama más gruesa del suelo y la empuñó como si fuese a depender su vida de ella. Me dijo que serían 40 golpes en el ano porque es lo que ha deseado toda la semana luego de ver televisión. Él sabe que no es un experto en amarras y que apenas logra formular torturas, pero también sabe que me gusta cuando se equivoca, que la falla de nuestra practica lo hace todo aún más estimulante. Vuelve a cortarme la circulación de la sangre. A mí me gusta no sentir las extremidades y parecer un tronco adherido a otro tronco. Haber caminado descalzo el cerro, durante 40 minutos, esposado por Sargento, me hizo desear el árbol y todo lo que implicara estar abrazado a su tronco. “Siempre 40; todo es 40”, me decía mientras caminábamos, casi trotando, y yo le miraba sus pasos, el ritmo de sus botas sobre la tierra y la fuerza con la que el polvo escapaba. “Este es nuestro desfile, Camilo”.
Sólo era permanecer juntos. Sargento improvisaba, quizás, cada idea para permanecer conmigo porque siempre ha odiado el 19 tanto como el 18 y tal vez, al igual que yo, Septiembre completo le despierta la rabia. Entonces sabe que tenemos en común el resentimiento y a mí me gusta que me haga todo eso que más de alguna vez ha mirado en el porno militar de  internet. Me habló del 11 en su familia. Estaba hastiado de tanta memoria. Me contó que sus padres ponían todos los documentales, todas las series que recordaran el 11 y así el resto de la semana. Que los almuerzos fueron los más densos del año y que una extraña sensación de rabia y burla no lo dejaban escuchar cada relato de quiénes sí vivieron el Golpe. Porque Sargento sólo era un escolar demasiado tímido durante esos años y nunca supo tanto hasta que se dedicó a ver televisión estos días.


“Uno”. Sargento en el fondo me cuida. “Dos”. La rama se sentía muy suave hasta el cuarto golpe… “Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.” Cuando dijo once preferí cerrar los ojos y pegar mi cara al tronco. El sol ya era un suave tinte rosa y el culo me ardía sobre todo en el centro, a la entrada, justo antes de volverse una boca succionadora. Inevitablemente se me cruzaron por la cabeza las imágenes uniformadas del cine norteamericano con las documentales en blanco y negro del Palacio de la Moneda. Se me cruzaban el sonido de los trotes militares y el choque de la rama en mi carne. La respiración eufórica de Sargento y mis quejidos involuntarios no me dejaron oír su cuenta hasta el treintaidos. Entonces cambió de instrumento. “Lo que importa es el golpe, Camilito; que sean 40, nada más”. Quise ver cómo lo sacaba de su pantalón, pero me agarró la cabeza con su enorme mano y me la apegó aún más al tronco. Lo metió despacio. Dejó que se me abriera en vez de abrirme a la fuerza como acostumbra. Lo sacó y oí que escupió un par de veces. Lo volvió a meter, pero sin suavidad. Era una rasgadura en mi ano. La entrada, el centro y lo que sigue un poco antes del inicio del intestino era una rasgadura. Estaba latiendo adentro mío y contaba con su boca en mi oreja izquierda. “Treintaitres. Treintaicuatro. Treintaicinco”. Los últimos cinco golpes fueron con toda su fuerza. Sus muslos me presionaban contra el árbol y por dentro era un furioso océano viscoso. Imaginé a Sargento entrando entero, partiéndome el cuerpo en dos, hasta cuando dijo cuarenta, con la voz ya cansada, babeándome la oreja, el cuello y lo sentí caer sobre la tierra. Una hilera tibia no dejaba de chorrear entre mis piernas. 




00:15 hrs:

Tengo la tele encendida, pero en mute. El noticiero de medianoche acaba de pasar las parrilladas que aún quedan en Santiago. El país continúa borracho y cambio el canal. “A 40 años del Golpe” dice y prefiero apagarla. El Skype está demasiado inactivo estas fechas. Mi página porno preferida es la mejor opción antes de dormir. Reviso mi mail por si algún cliente no quiere celebrar como el resto, pero la familia es la justificación perfecta para intentar un patriotismo estos días, así que no hay nada nuevo en mi bandeja de entrada. Hago click en el video “Military sucker”. Ojalá Sargento me vuelva a llamar mañana.

yo peter


¿Y si Peter Pan siempre estuvo seduciendo al Capitán Garfio porque le calentaba ese metal circular que remplazaba su mano? ¿Y si el Capitán Garfio deseaba tanto a Peter Pan por ser niño, por ser eternamente niño, que prefería matarlo luego de lamerlo entero para que nadie más se lo robara, como el mejor tesoro que todo pirata haya querido tener? ¿Y si eran padre e hijo y sólo estaban jugando a quererse de una manera que nadie se enterara? ¿Y si Peter Pan para mantenerlo más seducido, le albergaba muchos niños para que así el Capitán no se aburriera de estar a su lado, probando de las muchas carnes frescas dispuestas a su hambre? ¿Y si el Capitán Garfio sólo haya querido a Peter Pan porque su personalidad desafiante, única entre esa tropa de niños, le provocase las inmensas ganas de agarrarlo, quitarle sus mayas verdes y amarrarlo en algún escondite del barco porque simplemente le calentaba reducir a Peter como a un prisionero más para luego proceder a ultrajarlo, cuantas veces quisiera sin que nadie se enterara? ¿Y si Peter Pan era el que quería amarrar al Capitán, en algún árbol hueco esconderlo y luego utilizar su garfio y su cuerpo de pirata, entero, con todos sus amiguitos como la mejor diversión de esa eterna niñez?
¿Y por qué llegó Wendy? ¿Y por qué Campanita no se enamoraba de Wendy? ¿O si se enamoran ambas? ¿Campanita sólo sentía rabia de Wendy porque la deseaba tanto que odiaba verla enamorada de Peter Pan? ¿Y si Wendy estuvo enamorada de Peter y Campanita a la vez, deseándolos siempre juntos, nunca individualmente? ¿Y si Campanita y si Wendy y si el cocodrilo y si los hermanos de Wendy?
¿Y si yo no me hubiese enamorado de Peter Pan a mis 6 años no me habría enamorado de mi padre luego, imaginando que él era el Capitán y yo su Peter? ¿Y si cada castigo hubiese sido una forma secreta de hacernos cariño, entre golpes y gritos y maltratos disciplinarios, sólo nuestra secreta forma de hacernos cariño? ¿Y si él hubiera sabido que yo me creía Peter Pan y que lo miraba como a un Capitán Garfio en nuestra casa? ¿Y si tal vez siempre lo supo y por eso me compraba todos los libros y películas y fotos de Peter Pan? ¿Y si a él siempre le gustó Peter Pan y quiso verme así, tal cual, porque algo en mí le recordaba ese deseo, esas ganas sucias de ultrajar un cuerpo como el mío? ¿Y si sólo estoy delirando? ¿Y si todo es tan verdad como que me creo Peter Pan y no quiero nunca llegar a ser adulto? 
¿Y si soy Peter Pan y en realidad el Capitán Garfio ya no está porque han pasado tantos años que sólo yo me he mantenido vivo, joven y con estas ganas que me impulsan a seguir buscando otros capitanes? ¿No será mejor dejar de serlo? ¿Será mejor mantenerme así de Peter y seguir desobedeciendo esa ley natural de crecer y decir que he madurado? ¿Madurar para qué? ¿Dejar de ser Peter para qué?

mi esclavo


Que me haya pedido mantenerlo amarrado durante 40 minutos y escupirle la cara mientras le golpeaba el culo con mi correa, la que uso para afirmarme el pantalón del colegio, me pareció bastante delicioso.
Tenía los cachetes rojos. Daba la impresión que le ardía y me pedía aun más. Me pedía, además, que aumentara la fuerza de los correazos y que se los diera con la hebilla, directo, sin pausas hasta que le sangrara. Le sangró el cachete izquierdo. Su culo pálido le hacia ver aun más intenso todo el rojo de su piel, todo el rojo de su hilera de sangre bajándole por el muslo hasta manchar las sabanas. El motel debe comprender para lo que se presta, así que seguí golpeándolo. Las sabanas, más encima, eran blancas.
-Es que cuando yo iba al colegio, siempre fantaseé con que mis compañeros me violaran, pero solo se burlaban de mi gordura y nada más.
Fuma aceleradamente. No me mira a la cara. Pone sus ojos en mi corbata, en mi mochila que esta a mis pies y luego me señala una gota  roja en el cuello de mi camisa. Tengo que contarle que ando con otra camisa. Le pongo cara de preocupado, un poco de susto. “Ojalá que no me pille la manchita mi mamá”. Y de inmediato se lanzó al suelo, de guata, rogándome que lo castigue, que le enseñe a no manchar ropas ajenas con su inmunda sangre.
Patadas en sus piernas, costillas y los ojos blancos.

-En tu colegio deberías hablar de mí con tus compañeros. Podrían venir en grupo un día a molestarme, a jugar un poco conmigo. A veces me dan ganas de volver a engordar para que me molesten como antes, por asqueroso y hambriento. Pero cada día adelgazo más.

Siempre deja los billetes perfectamente doblados en 4 partes. No se baña y prefiere que yo salga primero de la habitación. Espera 10 minutos y sale. Me encuentra siempre en el paradero. Yo lo espero en realidad; tengo bastante claro que querrá irse conmigo en la micro para seguir conversando de su niñez obesa en el colegio y de los distintos escolares que se suben y se bajan.
Me mete los billetes en el bolsillo de la chaqueta. Toca el timbre. “Que te vaya bien en el colegio, Cami”. Y se baja sonriente por atrás, muy despacio, desviándose de inmediato con los niños que en la calle cruzan la calle.
Se pierde. Me pregunto qué hará luego de seguir a esos chicos. Saco mi celular y respondo el mensaje de Manuel. “A las 8 en tu casa. Lo mismo de siempre. Voy de escolar”

como usted diga -parte 1


Tenía que llamarme Ignacio y tener 17 años. Tenía que afeitarme muy bien y estar completamente depilado. Bien peinado y sin pitillo, por favor, me decía por teléfono, porque en este barrio la gente habla mucho, vigila bastante. Entonces me subí al Metro y no dejé de pensar por los 40 minutos de viaje lo fascinante que seria todo. Me comía las uñas ya de camino a su casa. Fueron varias cuadras porque esas casas no necesitan un Metro cerca. Intentaba memorizar todo lo que me había escrito al mail. Cada indicación, según él, debe ser ejecutada perfectamente, como si fueses realmente Ignacio y temieras mi reacción por lo que habías hecho en el colegio. El portón era inmenso y por suerte me estaba esperando ahí mismo. Siempre tengo la inseguridad que no vayan a estar donde dijeron o que todo fuera una mentira más dentro de esta otra mentira. Pero estaba. Era enorme, rubio y con pocas arrugas en la cara. Yo creo que tenía más de 40, pero  tipos como él hasta los 60 siguen siendo bellos.

-Pasa. Ve directo al baño. Es la única puerta abierta –me decía, mirándome de pies a cabeza, con los ojos muy abiertos-. Hay una bolsa blanca con ropa. Póntela y me esperas ahí mismo. Yo voy luego.

La ropa no era nueva. Se nota cuando una camisa está usada. El pantalón hasta tenia manchas en las rodillas y la corbata en su revés llevaba escrito con lápiz pasta azul Ignacio. La chaqueta tenía una insignia de algún colegio del sector. Me miré muchas veces al gigantesco espejo del baño para asegurarme que parecía lo que él había pedido. Por suerte, el uniforme era de mi talla. Me gustaba demasiado volverme a ver así. Estaba muy entusiasmado con lo que debía hacer esa tarde. Y llegó. Cuando me vio no dijo nada. Sólo se le abrieron aun más los ojos y me tomó de la mano. Me agarró muy fuerte de la mano. Yo sentía que los dedos se me iban a quebrar y le dije que me dolía. Sólo sonrió y atenuó la fuerza, pero no me soltó hasta subir la escalera, completamente alfombrada, hacia un tercer piso.




Yo le pedía perdón. Tuve que abrazarlo para pedírselo porque en el fondo sabia que fue un error mio. Sonaba una música clásica. Eran pianos violentos que me retumbaban en la cabeza mientras él sólo me gritaba que debía castigarme. Porque es una vergüenza que me llame la directora para contarme esa barbaridad que nosotros jamás te hemos enseñado en esta casa decente donde sólo queremos lo mejor para ti para nosotros y que mantengas orgullosa a toda tu familia. No respiraba cuando me lo gritaba. De su boca la saliva caía directamente a mi cara. Sus ojos estaban más abiertos que antes y el azul de su iris se veía hermoso rodeado de venitas rojas. Si tu madre se entera quizás hasta se enferme porque sabes que es muy frágil pero pareciera que eso a ti no te importa no te preocupa tu madre qué dirán los vecinos no te interesa la pena la rabia que yo pueda sentir recibiendo llamados de la directora contándomelo como si fuese una diversión para ti que más encima no eres capaz de darnos buenas calificaciones. Y de pronto me lanzó con sus grandes manos blancas a la cama. De pie con sus manos en la cintura me exigió que le mostrara lo que había hecho en la sala de clases. Me lo exigió más calmado y ya con el azul de sus ojos reluciente. Yo me desabotoné el pantalón y metí una mano. Tenía nervios de que se enfureciera aún más y no sabia si mostrarle realmente todo lo que había hecho. Quizás la directora no le contó detalles. Por debajo del calzoncillo comencé a tocarme suave y lento. Sólo de esa forma. Me daba pudor mostrarle cómo lo había hecho realmente en la sala de clases. Pero sus ojos, su rabia al hablarme y la fuerza de sus manos cuando ya me tomaba de los hombros y me exigía esta vez hacerlo tal cual como en el colegio. No quise. Preferí quedarme quieto. Tenia un miedo o pudor o nervios tan grande que no pude más que dejar que me siguiera tomando de los hombros y me gritara entre saliva todo lo enojado que aun estaba. Entonces no me mostrarás nada mocoso de mierda porfiado no me mostrarás todo lo que vieron tus compañeros ponte de pie ponte de pie y deja de temblar que no soy un monstruo. Yo ya creía que lo era y preferí bajar la mirada, de pie apenas frente suyo, tratando de calmar mi respiración. La corbata me apretaba mucho el cuello y el uniforme entero me parecía muy caluroso, como nunca antes. Su presencia era un sol sobre mi cabeza y el cuarto entero parecía un horno. Quizás su rabia había subido la temperatura del lugar. Y de pronto me lo pidió. Me tomó del mentón y dirigió mi mirada a la suya. Sus ojos quemaban mientras me pedía que me bajara el pantalón.

aceite de verano



A Sandra  y a mí no nos gusta la playa, menos Reñaca.  La gente intenta imitar el verano de otra parte del mundo y se obligan a parecer figuras de bronce. Nosotros huimos del sol. A penas nos asomamos durante el día. Sandra y yo preferimos el sexo con nuestros clientes antes que fingir con aceite en el cuerpo tirado sobre arena. Una vez hicimos un trio con un tipo que quería masajes. Ella es la experta en masajes y yo en relatos. Así que mientras Sandra le pasaba sus manos por el cuerpo, yo le contaba lo entretenido de la playa en las noches. Tenía la espalda hirviendo y bastante roja. Nos decía que se había quedado dormido bajo el sol. Le pedía que lo tocara más fuerte, que no importara lo delicado de la quemadura. Sandra me miró y supimos de inmediato que nuestro cliente no quería masajes, que no se había quedado dormido accidentalmente, que era un adicto al dolor y que seguramente lo que menos buscaba era aliviar su espalda. Las uñas de Sandra son magnificas. Siempre se las pinta de azul. Se las cuida bastante para mantenerlas firmes y afiladas. Yo puse música. Dejé que sonara fuerte nuestro disco preferido de Manson y le dije al oído que le daríamos los masajes que realmente buscaba. El aceite que Sandra esparcía sobre la espalda se chorreaba por los costados del cuerpo y caía hasta el suelo. A ella le fascina maltratar a sus clientes y sabe que la abundancia de líquido sobre la piel hace más intenso cada golpe. El espectáculo del chorreo y las gotas salpicando por todos lados es lo que más queríamos ver. Comenzó a pasar sus uñas lentamente.  La piel hirviendo del hombre parecía resentirse de inmediato y Sandra las clavo con todas sus fuerzas para luego arrastrarlas por toda la espalda. Eran diez líneas rojas que dividían a nuestro cliente. La cara de Sandra no expresaba nada más que satisfacción y el cliente sólo gemía pidiendo que no le tuviéramos piedad, que se había portado muy mal en la playa, que necesitaba redimirse. Entonces quise sacar la varilla que una ex colega nuestra nos regaló antes de irse. Manson cantaba some of them want to use you, some of them want to get used by you. some of them want to abuse you. some of them want to be abused. Entonces la  agarré con mucha fuerza y, mientras Sandra vertía más aceite, lancé los tres primeros varillazos de la tarde, del verano entero. Lo seguimos atendiendo hasta que nos regresamos a Santiago.

la playa es una mentira



No te vayas, Camilo, la playa es una mentira. Todo su paisaje bronceado es una mentira. Los olores tropicales, sus colores ardiendo en la piel y ese intento de parecer una película del verano de otro país. No te vayas, Camilo que acá nuestra mentira es menos ajena y nos funciona perfectamente. Allá deberás atarla de formas que no conoces y tendrás que moldearte mil veces más solamente para descubrir si alguna te encaja. No me dejes, Camilo que nuestra mentira se queda a medias. Allá verás tantos cuerpos moldeados por alguna paciencia obsesiva, verás cómo el tuyo escasea de paciencia. Serás una tristeza. Las mentiras son tristes cuando no logran convencer. La playa es la mentira menos triste, por eso le gusta a tanta gente. No te vayas, Camilo. El oleaje es feroz cuando menos lo piensas y allá no hay nadie que quiera salvarte del mar. El agua salada está sucia y más salada de lo que imaginas, su arenilla se te meterá hasta en las orejas y cuesta tanto sacarla del pelo. No me dejes, Camilo. Tenemos que continuar lejos del sol, sobre todo de ese que parece bailar en el cielo un ritmo extranjero que sólo ilumina a quienes le creen. La playa es una mentira que traiciona a gente como nosotros. Yo nunca podría traicionarte. Sabes que he puesto tu nombre primero y hasta he dejado de poner el mío varias veces. La playa es una mentira que nunca nos ha incluido. Allá sólo funciona la importancia. El tono exclusivo de sus voces. Nuestro tono sólo se oye acá. No te vayas, Camilo. Allá no te alcanza para su exclusividad. No tienes la altura ni la masa muscular. Sólo somos un tropel de niñitos morenos asomados en cada callejón, esperanzados en alguna plaza, disponibles en cada pagina gratis, atentos tardes enteras al celular. No te vayas, Camilo, la playa no es tu mentira. No tienes esa frialdad profesional de su verano. Apenas te alcanza para vertirte sin excusas al primero que ofrezca lo mejor, apenas para mancharnos de ganas sucias aferrados en alguna pared. Pero la playa no, Camilo. Me dejarás y la playa no sabrá transar con tu mentira. Sólo nos alcanza juntos acá, sin la importancia de sus oleajes ni esa corpulenta exclusividad. Acá mentimos al unísono y es fácil creernos. Conocemos cada forma. La playa no es nuestra mentira y no nos alcanza para aprenderla.